Opinión
Miercoles 24 de Abril del 2024 17:07 hrs

Remembranzas

Domingo, Día de Museos


Por razones económicas, a principios de mi estancia en París, cuando estudiaba francés, iba a visitar los museos de la ciudad los domingos, pues ese día la entrada era gratuita. Y aunque en algunos de ellos, como el Louvre, se hacía una fila larguísima, no importaba pues nos quedábamos todo el día. Esto lo hacíamos Gustavo —mi amigo colombiano con quien compartí la mitad del departamento que nos arrendaba nuestra maestra de francés en La Sorbona, Martine— y yo.

Otros domingos, en esa época que no teníamos dinero, asistíamos al museo Pompidou, o como le dice todo mundo, Beaubourg. Este centro cultural y museo es muy conocido pues está en el centro de París, y también por su arquitectura en extremo moderna, al grado de parecer una fábrica ya que todas las tuberías están expuestas. Beaubourg, en aquellos años, despertó muchos pleitos entre los parisinos pues unos lo detestaban y otros lo adoraban. Nosotros entre estos últimos, pero nuestra opinión no contaba.

Aparte de tener las salas de exhibición de pintura, escultura y las más modernas instalaciones, en la planta baja del edificio había espacios para escuchar música (seleccionaba uno un disco y podía escucharlo con audífonos, para no molestar a los demás que veían noticias o juegos en pantallas gigantes, o leían algún libro que seleccionaban ahí mismo) y para ver películas, pues hasta sala de cine tenía.

Además, contaba con un restaurante y varias cafeterías bastante accesibles. Pero el verdadero motivo por el cual lo seleccionábamos era que algunos domingos Gustavo y yo sólo teníamos un franco cada uno. Y a unas pocas cuadras del museo Pompidou estaba la estación del metro Hôtel de Ville, en la esquina de la alcaldía de París, y abajo, en la estación, había una máquina expendedora de café que por un franco daba un vaso gigantesco de café caliente. De esas máquinas sólo había tres en París: esa del metro Hôtel de Ville, otra en el metro Les Halles y la tercera en el metro del Arco del Triunfo. Por el transporte no había problema pues comprábamos mensualmente la “carte orange” (tarjeta naranja) con la cual podíamos abordar cualquier metro y cualquier autobús, de manera ilimitada, durante el mes.

Esos domingos eran sensacionales, y más cuando nos daban ganas de tomar un café y nos dirigíamos, felices, a la máquina de café. Esos vasos de café nos duraban, por lo general, una hora. Un domingo, después de ver los cuadros de Andy Warhol, pues le habían montado en Beaubourg una gran exposición de casi toda su obra, incluyendo las cajas de las sopas Cambell’s y una manada de borregos disecados que ocupaban toda una sala, hartos de tanta cultura, nos dirigimos al café del metro.

Llegamos a la entrada del metro, bajamos, y ahí encontramos nuestro motivo de vida, la máquina expendedora de café en vasos gigantes, a un franco. Deposité mi moneda, escuchamos como si fuera música celestial el gorgoteo de la preparación de la bebida dentro de la máquina, pero ese domingo no escuchamos el ruido del vaso de cartón al caer… vimos, entonces, cómo empezaba a salir el café. Con las manos, rápidamente, tomábamos lo que podíamos del chorro de café hirviendo llevándolo a nuestras bocas, y al mismo tiempo gritando por las quemaduras en las palmas y en los dedos.

Por fin terminó de salir el café. Con tristeza, y ardidos, nos dimos cuenta de que el dispositivo de los vasos estaba vacío. Soplándonos las manos regresamos, afligidos y adoloridos, a Beauburg, y subimos a ver de nuevo el rebaño de borregos de Warhol.

Sin embargo, otro día fuimos recompensados por el museo, pues Beaubourg montaría una exposición de Dalí con Dalí, ya que el propio artista estaría en la inauguración, junto con Gala, su gran amor y su vendedora más efectiva. Llegó el día, y nosotros, aún con los dedos vendados, llegamos a la explanada del centro cultural a esperar a Dalí, pero ¡oh, sorpresa!, lo que encontramos fue que el personal del museo estaba en huelga. La multitud era numerosísima y nos preguntábamos qué sucedería.

Un rato después llegó una limusina negra y de ella descendieron Gala y Dalí. El director del museo los esperaba y les explicó la situación. Sin inmutarse, Dalí, con una gran capa y un cetro, del brazo de Gala y acompañados por del director del centro, dieron una vuelta por la explanada entre los aplausos de los ahí reunidos. Nuestros aplausos no se oían, por los vendajes. Al terminar el recorrido, se despidieron con un ademán, subieron al auto y se retiraron.

La exposición la vimos tiempo después. Sin Dalí.






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