Opinión
Miercoles 17 de Abril del 2024 22:47 hrs

Ítaca

La Corte de los Cortesanos


La Corte no pudo con su mansedumbre y optó por una maraña política, jurídica y lingüística para complacer al presidente, aprobarle de alguna manera su consulta y no chocar de frente con su poderío

La pregunta formulada por el presidente López Obrador para realizar una consulta popular fue, desde su origen, una aberración en todos los sentidos:

¿Está de acuerdo o no con que las autoridades competentes, con apego a las leyes y procedimientos aplicables, investiguen y, en su caso, sancionen la presunta comisión de delitos por parte de los expresidentes Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo Ponce de León, Vicente Fox Quesada, Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto, antes, durante y después de sus respectivas gestiones?”.

El chiste se cuenta solo. Como si la justicia fuera negociable y pudiera someterse al voto popular; como si en México no primara la presunción de inocencia y como si el aparato del Estado no tuviera herramientas para investigar y castigar ilícitos sean quienes sean los que los cometen.

Fue tan grotesca y tan mal planteada la consulta, que su legitimidad y viabilidad fue puesta en duda por todo aquel con un mínimo de sentido común. La Suprema Corte debió tomar en sus manos el enredo presidencial para definir si la consulta era constitucional. Por desgracia, lo hizo de la peor manera.

En su momento el ministro Luis María Aguilar calificó la pregunta propuesta por el presidente como un “concierto de inconstitucionalidades”, pues trasladaba a los ciudadanos la “obligación ineludible” de las autoridades de perseguir los delitos.

En su proyecto de resolución sometido al pleno de la Corte, Aguilar estableció que la Constitución y el Código Nacional de Procedimientos Penales prevén mecanismos “para que cualquier persona con elementos para suponer la existencia de ilícitos los denuncie y con ello obligue legalmente al Ministerio Público a investigar y, en su caso, perseguir los delitos y castigar a los responsables”.

A los ojos del Ministro, la consulta no sólo era inconstitucional, sino que violaba explícitamente la presunción de inocencia y el debido proceso al exponer mediáticamente a los ex presidentes. Esa exposición, sentenció, podría generar un efecto corruptor y de pruebas ilícitas que imposibilitaría dictar sentencias y, además, violaría la autonomía de las autoridades de justicia y el derecho al trato igualitario.

La petición de López Obrador establecía que en los sexenios de Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña se registraron delitos “como desaparición forzada, violaciones sistemáticas de derechos humanos y pérdida de cientos de miles de vidas, ilícitos graves y en algunos casos imprescriptibles. Sin embargo, el ministro Aguilar estableció con claridad que la persecución de esos delitos no requiere de una consulta.

Así de sencillo: las instituciones del Estado cuentan con todos los preceptos jurídicos y las herramientas para actuar contra quienes delinquen y tienen la obligación de investigar y perseguir el delito. Si alguien cometió un delito que la autoridad investigue y, en su caso, castigue a los responsables. Punto. 

El proyecto de Aguilar le cayó como patada de mula al presidente, quien consideró su planteamiento como una intimidación y pidió al resto de los ministros tomar en cuenta no tanto la Constitución ni las leyes, sino “el sentimiento del pueblo”, como si la justicia debiera estar sometida a un voluntarismo electorero.

La Corte debió tirar por la borda —sin miramiento alguno— la bufonesca propuesta del Ejecutivo y poner los puntos sobre las íes. Era el momento de reafirmar la autonomía e independencia del máximo tribunal de la nación y de decirle al mandatario que en el país no caben ni los caprichos ni las ocurrencias ni las puntadas fuera de la ley.

Pero no. La Corte no pudo con su mansedumbre y optó por una maraña política, jurídica y lingüística para complacer al presidente, aprobarle de alguna manera su consulta y no chocar de frente con su poderío.

La Corte sólo debería decidir si la consulta era  constitucional o no, pero los ministros decidieron de manera oficiosa meterse a hacer política, halagar al presidente y, obsequiosos, se pusieron a enmendarle la plana a AMLO con tan mala fortuna que salió peor el remedio que la enfermedad.

La mayoría de los ministros decidió aprobar la consulta reformulando la pregunta del presidente con un galimatías que requeriría de los más depurados lingüistas para entenderla:

“¿Estás de acuerdo o no en que se lleven a cabo las acciones pertinentes, con apego al marco constitucional y legal, para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos, encaminado a garantizar la justicia y los derechos de las posibles víctimas?”.

¡No es broma! Tampoco un trabalenguas. Esa es la pregunta que la Suprema Corte construyó —sin duda, es una construcción política e ideológica de los ministros— para salir al paso y no rechazar las tonterías del Ejecutivo. De hecho, la reformulación de la pregunta no tiene nada qué ver con la petición de López Obrador. Bien podríamos decir que ahora se trata de un ejercicio promovido por la Corte.

La consulta del 1 de agosto costará más de 525 millones de pesos. Sin embargo, el daño al erario, que es mucho, es lo de menos. El mayor costo será político y social: el desgaste prematuro de un nuevo instrumento democrático como la consulta popular; la “normalización” de las ocurrencias presidenciales y la exhibición obscena del sometimiento del Poder Judicial al Ejecutivo.

Los desatinos y despropósitos del príncipe de Palacio Nacional son cosa de todos los días. Ver a los ministros en calidad de pajes y saltimbanquis de ese príncipe, avalando sus antojos y desvaríos, es otra cosa: es una tragedia para el sistema republicano y la división de Poderes. La Corte de los cortesanos es un signo inequívoco de los tiempos —los malos tiempos— que corren.

 

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