Opinión
Viernes 19 de Abril del 2024 20:43 hrs

Remembranzas

Mi Oficina, Antesala de Personalidades


Su trabajo al lado de un subsecretario federal, le abrió a Armando J. Guerra la oportunidad de tratar con personajes de la política, el arte y el mundo empresarial

Cuando era secretario particular del subsecretario de Recursos No Renovables, de la Secretaría del Patrimonio Nacional, tuve la oportunidad de conocer a muchas personalidades que visitaban a mi jefe, y para no dejarlas esperando en la antesala general pasaban a mi oficina, donde estaban más en privado y se les trataba con más amabilidad, cosa que ellos agradecían.

El recepcionista me pasaba la ficha de registro del visitante para saber quién era, y yo revisaba la agenda para ver si tenía cita, o a veces los reconocía sólo por el nombre, y le indicaba si el visitante tenía que ser pasado a mi oficina. Así, una mañana me pasaron una ficha de una persona no agendada pero cuyo nombre reconocí de inmediato, el señor Héctor José Cámpora, pues era expresidente de Argentina y, en esos momentos, embajador de ese país en México.

De inmediato salí a recibirlo personalmente, lo pasé a mi oficina, pues el subsecretario no estaba, y le pedí que se sirviera esperar ahí, y aceptó un café. Era un hombre que había dado mucho de qué hablar en los pocos días que fue presidente (del 25 de mayo al 13 de julio de 1973). Era muy alto, muy parlanchín y con mucho sentido del humor. Yo conocía sus antecedentes así que le pregunté por su mandato y fácilmente me platicó cómo había hecho las cosas, los problemas que enfrentó y por qué lo exiliaron a México como embajador.

La plática estuvo llena de anécdotas y yo estaba feliz escuchándolo, y sin sentir nervios de que mi jefe no llegara, lo cual tampoco parecía molestar al embajador. De pronto, entró el recepcionista y me dijo que el subsecretario del Patrimonio, cuya oficina estaba enfrente de las nuestras, y cuya antesala general compartíamos, estaba buscando al señor Cámpora. Yo le comuniqué que lo buscaban. Entonces se levantó y dijo: “Con razón no me sonaba el nombre de su jefe, pues quien me invitó a venir es el otro subsecretario”. Y se echó a reír por el olvido del nombre de la persona con quien tenía que entrevistarse. Nos reímos mucho los dos, y lo acompañé a la oficina del otro subsecretario. A partir de eso, recibí invitaciones para eventos en la embajada argentina, a donde fui varias veces y donde saludaba al embajador Cámpora, y nos reíamos aún de aquella equivocación que nos permitió tener esa plática tan agradable.

En otra ocasión, me tocó recibir en mi oficina a Carlos Prieto, uno de los dueños y principales funcionarios de la Fundidora de Monterrey, quien tenía muchos asuntos que ver con la Subsecretaría por los metales y las minas. Yo lo conocía muy bien, por todas las veces que tuvo que ir a arreglar asuntos, y esa vez, platicando conmigo mientras esperaba en mi oficina, me comentó que sería la última vez que nos veríamos en esas circunstancias pues había decidido renunciar a la Fundidora y dedicarse a lo que había estudiado y era su pasión: tocar el chelo. Yo sabía que lo tocaba por hobby pero no que tocara al grado de dar conciertos (en esa época yo no tenía idea de sus extensos estudios musicales). Luego supe de sus éxitos y de su maestría como músico.

Años después, cuando yo trabajaba en la universidad, allá por los años 90, tuve la oportunidad de traerlo a dar un concierto, y él, como buen chelista, viajaba en el avión con su violonchelo en el asiento de al lado. Así que le compramos su boleto al instrumento, y Carlos Prieto me pidió lo pusiera a nombre de Chelo Prieto. Así se hizo, y como mi secretaria compró los boletos, supuso que se trataba de su acompañante y separó dos habitaciones en el hotel. Al llegar al hotel Camino Real, la noche del concierto, que fue en el Paraninfo del Ateneo Fuente, el maestro me agradeció el detalle de tenerle una habitación para su violonchelo, pero, me dijo, no era necesario. Chelo se quedaría con él. Tuvimos un fuerte problema para cancelar ese cuarto.

En otra ocasión, llegó a la subsecretaría una persona que tenía cita con mi jefe e iba acompañada por otra persona que me preguntó si podía esperar ahí en mi oficina pues él no tenía nada qué ver con la junta de la persona a quien acompañaba y el subsecretario. Le dije que no había ningún problema, le ofrecí un café y nos presentamos. Su nombre era Pablo O’Higgins. Al instante reconocí su nombre, pues era un gran pintor, muralista y dibujante. Nació en Estados Unidos, estudio en la academia de artes de la Unión Soviética, y se nacionalizó mexicano. Platicamos mucho sobre su obra y sus murales, sobre la belleza de México y su amor por él.

Durante la plática me preguntó sobre una piedra que yo tenía de adorno en el librero a mis espaldas. Era una geoda. Son piedras con interior de cristales, muy bellas, por lo general de color violeta, y son difíciles de encontrar pues no sabe uno reconocerlas, se ven, por el exterior, como piedras comunes y corrientes. Al ver su interés por ella me permití regalársela, y él pareció muy emocionado por el regalo. Yo, claro, estaba más emocionado por tener el gusto de conocer a Pablo O’Higgins. Salió su compañero de la oficina de mi jefe y O’Higgins se fue muy contento con su geoda.

Al día siguiente, entró a mi oficina el recepcionista y me entregó un gran sobre y me dijo: “Lo trajo el señor que estuvo con usted ayer”. Lo abrí y era un dibujo de un paisaje con una pareja de ancianos, realizado por Pablo O’Higgins. Un dibujo original. Salí para agradecerle, pero ya se había ido.

Un día me llamó mi jefe a su oficina y lo encontré con un funcionario de nuestra área. Mi jefe me dijo que era el cumpleaños de una persona equis y quería que le diera un regalo de los que teníamos guardados, es decir, regalos que le hacían a él y como no le gustaban los teníamos para esas emergencias. Regresé a su oficina con unas corbatas que le habían dado y él detestaba. Me dijo: “Perfecto, esas horrendas corbatas le fascinarán al cumpleañero”. Ya en mi oficina, las envié a su destino con tarjeta del subsecretario.

Un rato después salió el funcionario que estaba en acuerdo con mi jefe y me dijo: “Armando, por favor dime cuáles son los gustos del subsecretario para ver qué le regalo pues esas corbatas que dijo que eran horrendas se las regalé yo en su cumpleaños”.

A partir de ese momento decidí llevar un registro de esos regalos “enclosetados”, para no volver a pasar otra vergüenza de esas.






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