Opinión
Jueves 25 de Abril del 2024 19:01 hrs

Remembranzas

La Función de la Suerte en los Viajes


Un recorrido por varios países tras la Cortina de Hierro, en un invierno excepcionalmente frío

Cuando vivía en París, a finales de los años setenta, antes de entrar a trabajar en la oficina de Pemex, trabajé para una organización que se dedicaba a ayudar a matrimonios franceses a adoptar niños peruanos.

Mi trabajo consistía en traducir los expedientes de los futuros padres al español y las respuestas de los peruanos al francés. Debo confesar que me pagaban muy bien por cada expediente.

En esa época, llegó de visita un gran amigo, un dramaturgo que ya era bastante conocido en México, Óscar Liera (para quienes no conozcan su obra menciono algunos de sus títulos principales: “Dulces compañías”, “El camino rojo a Sabaiba”, “Bajo el silencio”, “El jinete de la Divina Providencia”, “Los Camaleones”, “El Lazarillo”, “Cúcara y Mácara”, “La Fuerza del Hombre”, “Las Ubárry”). A los pocos días de haber llegado, decidimos hacer un viaje por algunos de los países que estaban tras la cortina de hierro: el que en ese entonces se llamaba Checoslovaquia, Hungría y Polonia, y regresaríamos por Austria porque queríamos visitar Viena.

Hay que apuntar que era invierno, específicamente la época de Navidad. A última hora decidimos que nuestra primera escala fuera en Ámsterdam, para ver los museos de Rembrandt y Van Gogh. Caminamos por la ciudad, que es preciosa, fuimos a la casa de Ana Frank, luego entramos, por curiosidad, a un café donde se vendían drogas de manera legal. Como turistas, sólo teníamos que mostrar el pasaporte y anotar en dónde estábamos hospedados, y con eso se podía comprar lo que se deseara, pero únicamente la dosis para un día. Nosotros no compramos nada, solamente queríamos comprobar que lo que sabíamos de la venta legal de drogas era cierto. Y era cierto.

Luego —y esto ya lo narré alguna vez—, entramos, también por curiosidad, a una tienda llamada Romeo. Era una sex-shop. Éramos los únicos clientes. Vimos todo lo que había, como si fuera otro museo. Abríamos los ojos y la boca de asombro de lo que ahí encontramos de revistas e instrumentos, alegremente llamados “juguetes”. Pero lo que más nos llamó la atención fue un gran aparato, de un color rojo muy llamativo, de un medio metro de altura. Nos acercamos a ver para qué servía. Dimos vueltas alrededor y no encontramos ninguna indicación ni precio. Decidimos preguntarle al encargado, que estaba sentado detrás de la caja, leyendo un periódico. Al inquirirle sobre el aparato, volteó a verlo y muy quitado de la pena, nos dijo: “Es la aspiradora”. Salimos muy avergonzados.

Al día siguiente tomamos el tren para Praga, capital de la entonces Checoslovaquia. Poco a poco nos dimos cuenta de cómo iban reduciéndose los vagones del tren y aumentaban los soldados en cada estación en la que nos deteníamos.

Cuando llegamos a Praga hacía un frío impresionante. En la estación le pedimos al chofer del taxi que nos llevara a un hotel turístico, de preferencia bonito y muy, muy barato. Evidentemente no nos entendió pues nos llevó a uno más barato que turístico. Pero el precio nos convenció y nos quedamos ahí. Al día siguiente salimos a caminar por la ciudad, aunque por el aire tan helado que soplaba casi no pudimos apreciar ni el puente San Carlos, con todas sus esculturas de santos, ni el monumental reloj astronómico medieval, que tiene un mecanismo que muestra un espectáculo, cada hora, en el que aparecen unas figuras que son espléndidas.

Fuimos también a la plaza Wenceslao, en el centro viejo de Praga, y ahí se encuentra el Museo Nacional de Arte, y lo que más nos llamó la atención fue que la gran exposición que ocupaba el museo era una retrospectiva de Andy Warhol. También conocimos el rio Moldava, que divide Praga, al cruzar el bellísimo puente de San Carlos.

Al llegar a Budapest tomamos un taxi y le pedimos al chofer que nos llevara a un hotel; el hombre nos preguntó en dónde lo queríamos, en Buda o en Pest. Confesamos que no sabíamos que estaba dividida así la ciudad, y nos explicó que Buda está en lo alto y Pest junto al río (el Danubio). Lo barato era en Buda y allá nos llevó. También hicimos un recorrido bastante atropellado debido al paralizante frío, y también por lo caras que resultaron esas ciudades a pesar de ser comunistas, así que ya no fuimos a Polonia, y nos quedamos sin conocer Varsovia y Cracovia.

Pero el regreso por Viena sí lo hicimos. Cuando ya estábamos en la estación de tren para ir a la capital de Austria, como faltaba mucho tiempo aún para partir, nos sentamos a tomar una cerveza. Entonces llegó un hombre vestido de oficial y nos preguntó si hablamos inglés o francés. Preferimos el francés pues Óscar y yo lo hablábamos. Nos preguntó si podía sentarse con nosotros, y pensando que podía ser policía, le respondimos que sí. Resultó ser el jefe de la estación y nos pidió que le invitáramos una cerveza, pero que la mantuviéramos en la mesa junto a nosotros, pues si lo veían tomando lo podían reportar.

Se acabó su cerveza en unos cuantos tragos, y colocó el vaso en el centro de la mesa, como si fuera de Óscar o mía, y nos pidió que le invitáramos otra. “Al fin y al cabo el tren no puede salir sin mi autorización”, nos dijo. Luego de un rato, se acabó su segunda cerveza, nos dijo que nos agradecía mucho nuestra amabilidad y nos subió a un vagón del tren al que no dejó subir a nadie más, para que no nos molestaran.

Llegó un japonés y le dijo al jefe de la estación que él tenía boleto de primera, nuestro “amigo” volteó a vernos y dijo, “Aquí no hay primera clase, sólo segunda”, y se rio del pobre japonés a quien subió en otro vagón. No había muchos pasajeros que fueran a Viena.

Viena fue maravillosa, y apreciamos lo que pudimos, pero también tuvimos muchos problemas por el horrendo frío que hacía. Al regresar a París nos enteramos de que esa temporada el clima había roto los récords de bajas temperaturas de toda Europa. Tengo gratos recuerdos, fue un gran viaje en el que casi no pudimos apreciar nada.

Óscar Liera murió en enero de 1990.






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