Opinión
Sábado 21 de Junio del 2025 00:17 hrs

Mis días de estudiante en Saltillo (5)


La Quinta Sinfonía de Beethoven y las primeras pintas en Campo Redondo

En el terreno de la lucha sindical universitaria, los trabajadores administrativos y manuales se organizaron en el Sindicato de Trabajadores Administrativos y Manuales de la UAC (STAMUAC), dirigido por un grupo de líderes universitarios que destacaban por su capacidad política. Adrián Puentes Adriano, José Guadalupe Robledo, Rogelio Martínez Meléndez y las bravas enfermeras de los hospitales universitarios de Torreón y Saltillo. 

Ante los embates del charrísimo sindical del SNTE, los estudiantes apoyamos la lucha de los trabajadores universitarios. Como primera acción de solidaridad inauguramos los muros de las escuelas de Campo Redondo con unas brochas gordas de ixtle y diez pesos de pintura de agua. Integramos una brigada de propaganda con Carlos Salas Jáuregui “El Flaco”, Rodolfo Picazo, y “La Güera” novia de Elías Mercado. 

A Oscar Martínez Amezcua “El Pato” lo fuimos a sacar de un concierto de piano, en el Casino Saltillo, donde después de servirle de patiños y pedirle a gritos (convenidos por supuesto), que tocara la “5ª Sinfonía de Beethoven”, lo sacamos de la corbata y le dimos su tina, su bolsa de pintura para que la disolviera en agua y su lista de consignas. 

Lo cierto es que Oscar Martínez Amezcua era el todólogo en la Sociedad de Alumnos: elaboraba el periódico estudiantil “El Pegaso”, jugaba ajedrez, era pianista, líder social, y a su casa llegaban compañeros de Chile y Argentina que venían huyendo de las dictaduras militares, etc., etc.

“La Güera”, con sus encantos, fue la encargada de distraer al velador, quien cuando se dio cuenta ya habíamos pintado toda la unidad Campo Redondo, y hasta las nalgas de la estatua del indio tlaxcalteca del conjunto Saltillo 400. 

Después de nuestra acción nocturna nos regresamos en medio de la neblina, y nos dormimos de madrugada en la vecindad donde vivía Picazo. 

Al día siguiente las “buenas conciencias saraperas”, por nuestra acción rebelde se dijeron indignadas, pero al momento mascaron mecate y dejaron de molestar al STAMUAC. 

Desde entonces nació una amistad entrañable con Adrián, Robledo y los demás líderes sindicales universitarios.

Luego de esa acción, en una sociedad donde los medios de comunicación escondían la información de todo aquello que “desentonara”, los muros de Saltillo se convirtieron en los mejores difusores de nuestros pensamientos. Cuando el gobierno se percató de nuestra estrategia formó cuadrillas de acción rápida para borrar las consignas. 

Después abandonamos la pintura a base de agua y pintábamos, a las tres de la mañana, con aceite quemado que nos regalaba Javier Silva “El Pelos”, quien trabajaba como despachador en la gasolinera de Abasolo y presidente Cárdenas. 

La tarea de los pintores gubernamentales se duplicó, porque cuando su pintura cubría nuestras consignas, éstas resaltaban por las características químicas del aceite.

Las carreteras de Coahuila hermanan los sueños

Los viajes de Saltillo a Torreón, y viceversa, siempre los hacíamos “de aventón”: a la salida a Torreón nos poníamos a mover el pulgar, y nunca faltó alguien que nos llevara, en la cabina, el asiento o la caja de un tráiler o camioneta. 

En las cabinas de las pick-up recorrí muchas veces los llanos, cerros y estepas coahuilenses. A una hora y media llegábamos a Paila, lugar que se ubica casi a la mitad entre Saltillo y Torreón. Si el aventón llegaba hasta ahí, había que pedir otro para recorrer el camino restante. 

En cualquier lugar que te dejaban eso era lo de menos: si se te hacía tarde, te dormías un rato; si tenías sed, conseguías agua. Los ratos de espera los aprovechabas haciendo nuevas amistades. Nunca faltó una mano amiga en medio del desierto: así es Coahuila, fraterno, solidario. 

Una de esas veces conocí a Federico Berrueto Pruneda, presidente de la Sociedad de Alumnos de la Escuela de Jurisprudencia: a la salida de Saltillo yo estaba pidiendo aventón y él iba en su carro. Me invitó a subir y en lo que duró el viaje nos pusimos de acuerdo para, una semana después, tomar la rectoría de la universidad, con el apoyo de estudiantes de Economía, con Mario Valencia al frente, e hicimos el movimiento acordado a favor de los trabajadores administrativos y manuales de la UAC. 

La acción tuvo poca repercusión, pero el gesto nos lo agradecieron los miembros del STAMUAC, a los que el SNTE les quería quitar la titularidad del contrato colectivo de trabajo. 

Nuestra amistad ha perdurado con el tiempo, siempre en trincheras de lucha con afinidad de propósitos y anhelos. 

Ante el silencio de la prensa, sobre nuestro movimiento, usamos los muros como nuestros medios de comunicación, pintados con toda la maestría de los rotulistas de Arquitectura. 

En la imprenta de la universidad imprimimos nuestros volantes, e hicimos pintas en los autobuses, en los muros afuera de las fábricas, y en todos lados difundimos nuestras propuestas.

En el mercado municipal, como siempre, sus locatarios nos ofrecían su solidaridad, y en las madrugadas nos invitaban un delicioso menudo, con su respectivo refresco de cola para digerir a gusto el desayuno gorreado.

Las casas de asistencia y Mario Valencia

Las casas de asistencia eran una prolongación de la universidad, ahí aprendíamos todo tipo de conocimiento en especial en el terreno de las relaciones humanas. 

Por lo regular no durábamos mucho en ellas, la rotación era constante. Afinidades personales, el diferente trato con las dueñas, las relaciones entre compañeros de escuela o incluso el precio a pagar, son algunos de los factores que influyen para la decisión de cambiar o quedarse en cada una de ellas. Sin embargo, en la que decidas vivir aprendes gran cantidad de cosas.

En una casa de asistencia que estaba ubicada por la calle de Acuña, arriba del cine Palacio, conocí a Mario Valencia, un pilar de las luchas universitarias y quien se ha convertido en un eterno acompañante de mi peregrinaje por la vida. 

La dueña era una señora que se portaba a toda dar con nosotros, pero era de armas tomar. Seguido nos despertaban en las madrugadas los gritos y la chinga que le ponía a su esposo quien, con todo respeto, era muy mandilón.

En ese tiempo Mario trabajaba en la sucursal de un banco en la mañana, y en las tardes estudiaba Economía. Siempre iba de traje al trabajo, pero llegaba a la casa con revistas de política. Por esos días mi interés estaba en estudiar, trabajar y ver a Irene: poco caso hacía de la política.

A la hora de la comida Mario se echaba sus rollos políticos inmensos de los que yo no entendía nada. Es más: no me gustaba que comiéramos juntos porque siempre me tenía que chutar un discurso sobre “la lucha de clases”. Cuando me sentaba a comer y no estaba Mario me daba mucho gusto, pero como maldición del Diablo, más tardaba en sentarme que en llegar Mario, y siempre pensaba "ahí viene este güey otra vez a chingar con su pinche política". 

Así, entre los rollos de Mario y las mentadas de madre de la doña a su esposo me la pasé mientras viví en la casa de la Acuña. Después me cambié a otra casa en Obregón y Victoria, y que Mario llega a los dos días: "¡otra vez este güey!" -pensé. 

Yo le preguntaba a Mario:

-A ver explícame ¿cómo que eres admirador de los guerrilleros si siempre andas vestido de traje y pareces burgués? 

Cuando yo iba a algún baile o una cita amorosa le pedía su loción Brut, para ir al pegue. ¡No que no güey! –entonces me decía a mí el socarrón de Mario.

Él se la curaba conmigo y me consecuentaba. 

Luego me cambié de esa casa y dejamos de vernos, hasta un día que ya siendo yo presidente de la Sociedad de Alumnos de Arquitectura, tomamos la rectoría en apoyo a los trabajadores de la UAC. Ahí formamos el Comité Estudiantil en Lucha (CEL). No pudimos sostener la toma de la rectoría porque éramos muy pocos, pero cuando la entregamos hicimos una pinta que decía: “nos vamos, pero volveremos con las bases". 

Varios años después cumplimos esa promesa.

Un día, le pedí a Mario su Volkswagen para ir hacer unas pintas, con tan mala suerte que la policía nos descubrió, nos persiguieron hasta Campo Redondo donde nos refugiamos, y aunque no nos alcanzaron, en la huida pasé por un montón de baches, brinqué la banqueta de varias calles y le desmadré medio carro. 

Cuando le entregué su Vocho, su esposa Rosario nos puso una soberana regañada: a mí, según ella por no saber manejar, y a él por irresponsable. 

Mario la trataba de calmar poniéndole por delante los principios de la lucha social, pero ella no entendía razones y nos mandó a la chingada a los dos. ¡Que principios ni que ocho cuartos! –concluyó, dogmática.

Tenían un hijito muy bonito, quien se puso a llorar con tanto grito de su madre. Ambos nos salimos para que mi amigo me fuera a dejar en mi casa. 

- ¡Cuando regreses a ver si le traes la leche al niño! -le grito Rosario, intransigente, a Mario- ¡a ver si para eso sí sirves! –lo remató.

Nadie tenía duda acerca de quién tenía el poder en la casa de Mario.

Al margen de las vivencias personales y el cariño que nació de una relación surgida en medio del ambiente estudiantil, Mario Valencia era en nuestro equipo el encargado del análisis político, y quien arrastraba al lápiz cada vez que había que hacer un volante, un manifiesto o un periódico. 

Tiempo después sólo escribía poesía, pero parece que ya se le pasó el lirismo, aunque continúa diciendo sus imprudencias por escrito…






OPINION

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Otra del tal Noroña. En medio de sus vacaciones en Italia, como el padre Gatica fue al Parlamento Europeo a predicar lo que no practica: respeto y tolerancia…

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