¡AL HUESO!
Trump y el nuevo orden
Ante el avance de China, Rusia y sus aliados, consciente de la pérdida de dominio geopolítico internacional de Estados Unidos, en el paso a un nuevo orden mundial que no controla, Donald Trump adopta medidas radicales que en lo interno y externo se le han revertido y han hecho caer su popularidad.
“Cambian nombres, pero la historia se repite; ese es un error de la historia”. Darwin.
Hace 80 años, Rajimzhan Qoshqarbaev, soldado ruso, ondeó en Berlín la bandera roja con la hoz y el martillo, primero en la sala principal del Reichstag -parlamento de Alemania-, después en el techo del edificio, acto repetido más tarde para una fotografía icónica, que marcó la derrota de Hitler y el nazismo, con el fin de la Segunda Guerra en Europa.
Fue el término en ese continente de un enfrentamiento devastador, que cortó la vida de más de 60 millones de europeos, 37 millones de ellos integrantes de las entidades que entonces conformaban la Unión Soviética.
En la denominada “Conferencia de Yalta”, Truman, Churchill y Stalin, líderes de las tres potencias aliadas vencedoras, procedieron al reparto geopolítico de territorios y zonas de influencia, colocando la semilla del siguiente conflicto, la Guerra Fría, en que desde esa época se ha mantenido el mundo con diferentes niveles de intensidad.
En el curso de la confrontación de los dos bloques -Estados Unidos con Europa Occidental en torno a la OTAN y la URSS con los países bajo su dominio nucleados en el Pacto de Varsovia- tuvieron el mundo en al menos dos oportunidades al borde de ataques nucleares devastadores.
Tras la pulverización de la URSS y el bloque oriental, derivada de la Glasnost y la Perestroika que impulsó Mijaíl Gorbachov, Estados Unidos se situó como indiscutida potencia global. Rusia mantuvo su poder nuclear, pero debió redefinirse en un nuevo entorno geopolítico, tarea con su mayor concreción bajo el mando de Vladimir Putin.
En curso paralelo, la semifeudal y atrasada China dejó atrás la aspiración de una sociedad comunista radical, que encabezó Mao Zedong, y con Deng Xiaoping inició el cambio a una economía de mercado con tinte socialista, modelo de desarrollo que la ha situado en la actualidad como segunda potencia mundial, desafiante del liderazgo estadounidense.
Históricamente, la convivencia entre Rusia y China había sido ríspida, con conflictos abiertos por disputas fronterizas, rivalidad política y desconfianza. Moscú se situaba en posición de superioridad y miraba a Pekín solo como potencial aliado ideológico.
En nuestros días esa situación ha cambiado. La relación entre ambos se estrechó a partir de los crecientes roces Pekín-Washington y más con el conflicto binacional generado por Moscú al quitar por la fuerza a Ucrania el control de Crimea, para asegurar un acceso bajo su dominio al estratégico Mar Negro.
El enfrentamiento pasó a guerra abierta tras una decisión que sorprendió a los propios líderes de Europa Occidental, cuando el gobierno ucraniano solicitó el ingreso al bloque militar de la OTAN -que no se le ha otorgado- y comenzó a recibir ayuda financiera, política y militar para detener el avance ruso, cuyas aspiraciones territoriales crecieron.
La guerra fría entró en período de mayor ebullición y el líder ruso ha construido un sólido entendimiento con el dirigente chino Xi Jinping, quien guiado por sus propios intereses geopolíticos, particularmente a partir de la agresividad de Donald Trump, ha fortalecido la alianza con respaldo económico y militar al Kremlin.
Hoy el intercambio económico entre las dos naciones representa el mayor mercado comercial de Europa y el entendimiento de interés mutuo se prolonga a lo científico y establece de facto un acuerdo de defensa conjunta, que incluye a la apestada Norcorea.
La pasada semana Xi se hizo presente en Moscú para los actos del 80 aniversario de la caída del nazismo, refrendó con Putin una “alianza de acero” y en un nuevo paso de indudable contenido estratégico-militar, anunciaron el proyecto conjunto para establecer una base científica en la superficie lunar.
En campaña, en sus discursos iniciales y en voz de sus principales allegados, Donald Trump ha situado como una prioridad separar a Rusia y China, cuyo entendimiento, por el contrario, se ha estrechado.
Como la mayoría de sus ocurrencias, las decisiones voluntaristas de Trump también en lo internacional arrojan resultados adversos. Las aguas de la política mundial se agitan de manera desafiante para su propia pretensión de “hacer grande a América de nuevo”.
A diferencia de la anterior etapa de la Guerra Fría, Estados Unidos es una potencia en declive, que enfrenta a una China fuerte y en ascenso, aliada con una Rusia disminuida pero estabilizada y con el resto de Asia y Europa que se inclinan por mayor neutralidad para atender sus propios intereses regionales.
Pasarán décadas, como en todos los grandes cambios históricos, pero somos sujetos pasivos -y en cierta medida víctimas- en los prolegómenos de un nuevo orden global, que visualizado con aspiraciones positivas debería llevarnos a un concierto de mayor entendimiento y de solución de los grandes desafíos que enfrenta nuestra supervivencia como deficiente civilización.