Carlos Santana: El hijo pródigo vuelve a Tijuana
Un domingo de marzo de 1992, Carlos Santana regresó a Tijuana con su gira Milagro para convertir la música en memoria, la guitarra en justicia y la plaza en altar, que se convirtió la Plaza Monumental de Tijuana
Esta crónica no es solo sobre un concierto. Es sobre el reencuentro de un hijo con su tierra, sobre la ética que vibra entre acordes, sobre la frontera como escenario de redención. Carlos Santana volvió a Tijuana no como estrella, sino como testigo. Y ese segundo concierto, el domingo 22 de marzo de 1992, fue más que música: fue una ceremonia de memoria viva, una declaración de amor territorial, una ofrenda a los ausentes y a los presentes. Aquí se narra lo que se sintió, lo que se escuchó, lo que se transformó.
Raíces tijuanenses
La historia de Santana en Tijuana no comienza en 1992. En los años 50, su familia se estableció en esta ciudad tras migrar desde Autlán de Navarro, Jalisco. Vivieron en la colonia Altamira, donde su madre —mujer fuerte, espiritual y generosa— tejía redes de afecto y resistencia. Esa casa, en lo alto de la ciudad, fue su primer refugio, su primer escenario íntimo.
Tijuana era entonces un crisol de culturas, sonidos y contradicciones. Una ciudad en construcción, marcada por el tránsito, la pobreza, el deseo y la frontera. Santana creció entre boleros, música norteña, jazz, rock y ritmos afrocaribeños. Tocaba en bares, en fiestas, en esquinas. Absorbía todo. Y en ese caos creativo, encontró su voz.
Javier Bátiz: el maestro espiritual
Fue en Tijuana donde conoció a Javier Bátiz, guitarrista local que se convirtió en su mentor. Bátiz no solo le enseñó técnica: le reveló el blues como lenguaje del alma. Le mostró a B.B. King, T-Bone Walker, John Lee Hooker. Santana ha dicho que Bátiz fue su “primer maestro espiritual”, y que, sin él, su música no tendría el alma que la distingue.
La relación entre ambos fue más que pedagógica: fue una transmisión ética. Bátiz le enseñó que la guitarra no es solo instrumento, sino extensión del cuerpo, del dolor, del gozo. Que el músico debe tocar con verdad, con fuego, con humildad.
El cruce invisible: Dandy el Gran Pachuco de la Colonia Libertad
Hay historias que no están en los libros, pero viven en la memoria popular. En la colonia Libertad, un amigo entrañable —el Dandy, ya fallecido— me contó que él ayudó a Santana a cruzar por primera vez a Estados Unidos, escondido en el cofre de su carro. Era un acto de picardía, sí, pero también de afecto, de destino compartido. Ese cruce no fue solo físico: fue simbólico. Santana pasó de ser músico local para convertirse en puente entre culturas, entre espiritualidades, entre territorios.
El concierto de 1992 en Tijuana como ritual
En marzo de 1992, la Plaza Monumental de Tijuana se convirtió en escenario de algo más que dos conciertos memorables. Carlos Santana, hijo de esta tierra fronteriza, regresó con su gira Milagro para ofrecer dos presentaciones que marcaron no solo la historia musical de la ciudad, sino también su ética pública. Yo estuve ahí, especialmente en el segundo concierto, un domingo que aún resuena en mi memoria como un acto de comunión colectiva. No era solo música: era un reencuentro espiritual con su gente, con su origen, con su deuda amorosa.
Ese domingo, la plaza se llenó de una energía que no se puede medir en decibeles ni en boletos vendidos. Era una atmósfera de redención, de regreso a casa, de justicia poética. Santana no solo tocó: invocó. Su guitarra se convirtió en testigo y portavoz de una frontera herida pero viva, de una ciudad que lo vio partir y que ahora lo recibía como profeta musical.
El repertorio fue generoso y profundamente simbólico. Inició con Spirits Dancing in the Flesh, como si nos recordara que lo que ahí sucedía no era espectáculo, sino ritual. Siguieron piezas como Somewhere in Heaven, Batuka y No One to Depend On, que resonaban como himnos de resistencia y soledad compartida. Cuando interpretó Life Is for Living y Your Touch, la plaza se volvió confesionario y abrazo. Luego, Black Magic Woman / Gypsy Queen y Oye Cómo Va encendieron la memoria colectiva, como si cada nota fuera una chispa en el archivo emocional de Tijuana.
Pero hubo momentos de profunda introspección: Samba pa ti, Blues for Salvador, Peace on Earth... Mother Earth... Third Stone From the Sun. En ellos, Santana parecía dialogar con el espíritu de la tierra, con los ancestros, con los ausentes. Y cuando llegó Soul Sacrifice, el público respondió como si se tratara de una ofrenda compartida, un sacrificio de dolor y esperanza. Cerró con Europa (Earth's Cry, Heaven's Smile) y Jin-go-lo-ba, como si nos dijera que el llanto de la tierra puede transformarse en sonrisa celestial.
El público no solo aplaudía: lloraba, cantaba, se abrazaba. Había jóvenes que lo descubrían por primera vez y adultos que lo recordaban desde los vinilos de los setenta. Había migrantes que veían en él el símbolo de una identidad binacional, y había tijuanenses que lo sentían como hermano que vuelve. El aire olía a mar, a incienso, a nostalgia. Y también a justicia: porque ese concierto fue un acto de reparación simbólica, un gesto de amor hacia la ciudad que lo vio nacer.
Santana no habló mucho, pero cada palabra que dijo tenía el peso de la verdad. Agradeció, bendijo, recordó. Y cuando mencionó a su madre, a su infancia en la calle Segunda, a los sonidos que lo formaron, la plaza se volvió altar. No era un artista internacional: era un hijo que volvía a casa con la guitarra como testimonio.
Ese segundo concierto fue más que música. Fue una crónica viva, una memoria compartida, una declaración ética desde la frontera. Y yo estuve ahí, como testigo y como parte. Porque cuando Santana tocó, Tijuana habló.
Porque en la frontera, la música no solo se escucha: se recuerda, se reclama, se transforma. El segundo concierto de Carlos Santana en la Plaza Monumental fue un acto de justicia poética, una reconciliación entre el origen y el destino. No hubo fuegos artificiales ni discursos grandilocuentes: hubo verdad. Y esa verdad sonó en cada acorde, en cada silencio, en cada mirada que se cruzó bajo el cielo de Tijuana. Quienes estuvimos ahí no solo vimos a Santana: nos vimos a nosotros mismos, como pueblo que canta, como ciudad que resiste, como memoria que no se rinde. Porque cuando la guitarra habla desde la frontera, el mundo escucha.
La cocina de la Ciudad de los Niños como símbolo
Lo que pocos saben es que las ganancias de esos conciertos fueron donadas íntegramente para apoyar la construcción de la Ciudad de los Niños de Tijuana, una institución dedicada a la atención integral de niñas, niños y adolescentes en situación vulnerable. Junto con el entonces alcalde Carlos Montejo, impulsamos ese proyecto desde la corresponsabilidad ciudadana. Gracias a la donación de Santana, se construyó la cocina de la Ciudad de los Niños: un espacio de cuidado, nutrición y dignidad cotidiana. La música se convirtió en ladrillo, en alimento, en abrazo.
La cocina de la Ciudad de los Niños, construida con su donativo, no es solo infraestructura. Es símbolo. Es espacio de cuidado, de nutrición, de encuentro. Cada comida servida ahí lleva el eco de una guitarra, el gesto de un músico que volvió a su tierra para retribuir. Y el impulso de quienes, como tú y como yo, creemos que el territorio se transforma desde abajo, con ética, con memoria, con amor.
Mi historia con su música
Como estudiante en Saltillo entre 1971 y 1976, la música de Santana fue parte de mi formación afectiva. Recuerdo bailar Samba Pa Ti en una fiesta, y al calor de esa melodía, iniciar uno de los amores más bonitos de mi vida. Desde entonces, he estado presente en todos los conciertos que Santana ha ofrecido en la Ciudad de México y en San Diego. No por fanatismo, sino por gratitud. Porque su música es también territorio, resistencia y espiritualidad.
De Tijuana a Chiapas, su música y su espíritu me han acompañado. Incluso junto al Subcomandante Marcos, en los Diálogos de Paz después del levantamiento armado zapatista de 1994, su guitarra resonaba como eco ético. En la firma de los Acuerdos de San Andrés Larráinzar, me puse a escuchar las canciones del disco Milagro, aquellas mismas que había escuchado en la Plaza Monumental de Tijuana en aquel marzo de 1992. Era como si la música tejiera continuidad entre territorios, entre luchas, entre esperanzas.
Santana no ha dejado de volver. En el Foro Sol, en el Palacio de los Deportes, en Viejas Arena, en espacios íntimos y masivos, su guitarra sigue diciendo lo mismo: que el arte puede sanar, que el sonido puede dignificar, que el escenario puede ser también altar.

Santana y la ética del sonido en tiempos de lucha
Hay músicas que acompañan, y hay músicas que sostienen. La de Carlos Santana hace ambas cosas. En los momentos más complejos de la historia reciente de México, su guitarra ha sido más que melodía: ha sido refugio, conciencia, impulso. No es casual que, en medio de los Diálogos de Paz con el EZLN, tras el levantamiento armado de 1994, su disco Milagro volviera a sonar en mi oído como lo hizo en la Plaza Monumental de Tijuana dos años antes. Era como si cada nota tejiera continuidad entre territorios heridos, entre esperanzas insurgentes, entre memorias que no se resignan.
En San Andrés Larráinzar, mientras se firmaban los Acuerdos sobre Derechos y Cultura Indígena, escuché Spirits Dancing in the Flesh como quien escucha una oración. No era solo música: era ética sonora. Santana no estaba ahí físicamente, pero su guitarra sí. Y en ese momento entendí que el arte puede ser también mediador, testigo, acompañante. Que hay sonidos que no necesitan pasaporte para cruzar fronteras, ni credenciales para entrar en la historia.
Su música ha estado presente en mi andar por Chiapas, por la frontera, por los territorios donde la dignidad se defiende con palabras, con marchas, con silencios. En cada encuentro con comunidades, en cada asamblea, en cada noche de reflexión, Santana ha sido parte del paisaje afectivo. No como ídolo, sino como hermano espiritual. Porque su obra no se limita al escenario: se extiende al campo, al aula, al fogón, al archivo.
La ética del sonido que encarna Santana se basa en tres principios: verdad, humildad y retribución. Toca con verdad porque no simula; cada nota es testimonio. Toca con humildad porque reconoce sus raíces, su historia, su deuda amorosa con Tijuana y con los pueblos. Y toca con retribución porque vuelve, dona, acompaña. La cocina de la Ciudad de los Niños es prueba de ello: un espacio construido con las ganancias de su concierto, donde cada comida servida lleva el eco de su guitarra.
En tiempos de lucha, el arte puede ser evasión o puede ser compromiso. Santana eligió lo segundo. Su música no huye del dolor: lo transforma. No ignora la injusticia: la denuncia con belleza. No se encierra en el virtuosismo: se abre al pueblo. Por eso, cuando hablamos de pedagogía pública, de urbanismo ético, de memoria viva, su obra debe estar presente. Porque hay guitarras que no solo suenan: también acompañan procesos de liberación.
Santana en la historia musical de México y Estados Unidos
Carlos Santana ocupa un lugar único en la historia musical de ambos países. En Estados Unidos, es pionero del rock latino, símbolo de una generación que buscaba espiritualidad, libertad y justicia a través del arte. En México, representa el poder de la diáspora, el talento que nace en los márgenes y conquista el mundo sin renunciar a sus raíces.
Aunque su carrera se consolidó en San Francisco, su sonido siempre llevó el eco de Tijuana, de Altamira, de los boleros y los tambores. Es un referente de identidad mestiza, de resistencia cultural, de espiritualidad musical. Su obra ha sido reconocida con múltiples premios Grammy, su nombre figura en el Salón de la Fama del Rock & Roll, y su fundación Milagro ha apoyado a miles de niños en situación vulnerable.
Pero más allá de los galardones, Santana es un símbolo ético: un artista que no olvidó de dónde vino, que volvió a su tierra para retribuir, que convirtió su guitarra en herramienta de justicia.
Carlos Santana: El sonido que cruzó todas las fronteras
Carlos Santana no es solo un músico. Es un territorio. Un puente. Un eco que se niega a morir. Nació entre cerros y boleros, entre migraciones y silencios, entre la Altamira de Tijuana y el Autlán profundo de Jalisco. Pero su guitarra no se quedó ahí: cruzó muros, cruzó idiomas, cruzó sistemas. Y en ese cruce, se convirtió en algo más que artista: se volvió referente ético, espiritual, humano.
Santana trascendió las fronteras no por fama, sino por congruencia. Porque nunca olvidó de dónde vino. Porque volvió. Porque retribuyó. Porque convirtió las ganancias de un concierto en cocina para niños vulnerables. Porque su guitarra no solo canta: también alimenta, también abraza, también denuncia.
En tiempos de guerra, su música fue paz. En medio de los Diálogos de San Andrés, su disco Milagro sonaba como oración insurgente. En las plazas, en los foros, en los territorios heridos, su sonido fue bálsamo y bandera. No se alineó con el poder, sino con el pueblo. No buscó aplausos, sino verdad. Y esa verdad la tocó con fuego, con humildad, con alma.
Santana es congruencia en un mundo de simulaciones. Es integridad en una industria de máscaras. Es espiritualidad en una época de algoritmos. Su guitarra no se vende: se ofrece. No se impone: se comparte. No se olvida: se recuerda.
Hoy, cuando el mundo se fragmenta entre muros y discursos, su música sigue cruzando. Sigue uniendo. Sigue sembrando paz entre los pueblos. Porque hay sonidos que no necesitan pasaporte. Porque hay artistas que no buscan escenario, sino altar. Porque hay hombres que no se conforman con ser leyenda: quieren ser puente.
Carlos Santana es uno de ellos. Y su guitarra, como su vida, sigue diciendo lo mismo: que la paz es posible, que la congruencia es urgente, que la música puede ser justicia. Y que el alma, cuando se afina con verdad, puede transformar el mundo.