Opinión
Martes 11 de Noviembre del 2025 07:52 hrs

El sombrero y el silencio: contradicciones oficiales en el asesinato de Carlos Manzo


Carlos Manzo no era sólo un alcalde. Era un símbolo de resistencia, de organización popular, de dignidad frente al miedo. Su asesinato no puede ser relativizado, ni minimizado, ni instrumentalizado. Y quienes lo exigen no pueden ser tratados como adversarios, sino como defensores de la vida pública.

El sombrero de Carlos Manzo no cayó por azar. Cayó como símbolo, como grito, como testimonio. Cayó en medio de una plaza que ya no es sólo de Uruapan, sino de todo México. Y mientras miles se preparan para marchar el 15 de noviembre, las instituciones siguen sin ponerse de acuerdo sobre lo más básico: ¿quién disparó?, ¿quién lo ejecutó?, ¿quién lo mandó matar?

Dos versiones oficiales, una sola herida

El 4 de noviembre, Omar García Harfuch declaró en Palacio Nacional que aún no se tenía confirmada la identidad del agresor abatido. Sin embargo, versiones filtradas desde su equipo lo identificaban como Osvaldo Gutiérrez Vázquez, alias “El Cuate”, presunto operador del CJNG en Apatzingán.

Dos días después, el 6 de noviembre, la Fiscalía de Michoacán contradijo esa línea: el agresor sería Víctor Manuel Ubaldo Vidales, de 17 años, originario de Paracho. Según pruebas periciales, su cuerpo dio positivo en rodizonato de sodio, confirmando que disparó el arma. También se encontraba bajo los efectos de metanfetamina y marihuana.

Ambas versiones son oficiales. Ambas son contradictorias. Y ninguna explica por qué el agresor fue ejecutado si ya estaba sometido. ¿Quién lo remató? ¿Por qué lo hicieron? ¿Qué se quería silenciar?

El silencio como estrategia

La presidenta de la República, aunque condenó el asesinato, ha utilizado la tragedia para cuestionar la legitimidad de quienes exigen justicia. En lugar de dimensionar la gravedad de lo ocurrido en Uruapan, ha sembrado dudas sobre los críticos, insinuando que detrás de la indignación hay intereses políticos.

¿Por qué la presidenta cuestiona la legitimidad de quienes exigen justicia?

Porque reconocer la gravedad de lo ocurrido implicaría aceptar que el Estado ha fallado en su deber más elemental: proteger la vida. Implicaría admitir que el crimen organizado no sólo disputa territorios, sino símbolos, plazas, gobiernos. Implicaría reconocer que Carlos Manzo no fue un caso aislado, sino un parteaguas en la lucha por la autonomía ciudadana frente a la violencia estructural.

Cuestionar la legitimidad de quienes exigen justicia es una estrategia política. Es una forma de desactivar el reclamo, de convertir la indignación en sospecha, de blindar la narrativa oficial frente a la memoria viva. Es decir: si quienes marchan son “manipulados”, “exagerados” o “opositores”, entonces el Estado no tiene que escuchar, ni responder, ni transformarse.

Pero esa postura tiene un costo profundo. Porque al deslegitimar la exigencia ciudadana, se erosiona la confianza pública. Se rompe el pacto democrático. Se convierte el dolor en disputa, la justicia en retórica, la memoria en amenaza.

Y lo más grave: se normaliza el asesinato político. Se convierte en un dato más, en una cifra, en un expediente. Se le quita el nombre, el sombrero, la plaza. Se le arranca el testimonio.

Carlos Manzo no era sólo un alcalde. Era un símbolo de resistencia, de organización popular, de dignidad frente al miedo. Su asesinato no puede ser relativizado, ni minimizado, ni instrumentalizado. Y quienes lo exigen no pueden ser tratados como adversarios, sino como defensores de la vida pública.

Por eso, la pregunta no es sólo institucional. Es ética, histórica, política:

¿Por qué la presidenta, en lugar de dimensionar la gravedad de lo ocurrido en Uruapan, cuestiona la legitimidad de quienes exigen justicia?

Porque hacerlo implicaría abrir la puerta a una verdad incómoda: que el Estado ha sido rebasado, que la ciudadanía se organiza sola, que la memoria no obedece, que el sombrero sigue marchando.

Desde cada alameda, cada ejido, cada calle que aún resiste

Desde Saltillo, Torreón, San Pedro, Monclova, Tijuana, Mexicali y Ensenada, desde cada colonia, desde cada ejido y cada alameda exigimos:

Que se rompa el pacto del silencio. Que se nombre con claridad al ejecutor del sicario. Que se diga quién disparó el último tiro, cuando ya estaba sometido. Que se revele a quién respondía ese joven en la cadena de mando. Porque no basta con saber que disparó: hay que saber quién lo mandó, quién lo protegía, quién lo silenció.

Este hecho no es menor. Es el corazón del crimen. Ejecutar al agresor en el momento del ataque, cuando ya estaba sometido, no es justicia: es encubrimiento. Es borrar la posibilidad de interrogar, de investigar, de escalar hacia los verdaderos responsables. Es impedir que el sombrero de Carlos Manzo hable desde la raíz.

La contradicción entre la Fiscalía de Michoacán y la Secretaría de Seguridad Pública no es sólo una falla técnica. Es una grieta institucional que revela el miedo a la verdad. ¿Por qué dos versiones oficiales se contradicen sobre la identidad del agresor? ¿Por qué se filtra un nombre el 4 de noviembre y se confirma otro el 6? ¿Por qué la presidenta, en lugar de dimensionar la gravedad de lo ocurrido en Uruapan, cuestiona la legitimidad de quienes exigen justicia?

Desde cada plaza donde se ha marchado, desde cada volante repartido por las brigadas, desde cada voz que ha gritado “¡Justicia para Carlos Manzo!”, exigimos:

Que se publique el video completo del momento del ataque.
Que se revele el nombre del ejecutor del sicario.
Que se investigue su vínculo con estructuras criminales o institucionales.
Que se realice una autopsia completa y peritajes independientes.
Que se reconozca la gravedad institucional del caso Uruapan.
Que se deje de usar la tragedia como herramienta política para deslegitimar la indignación ciudadana.
El sombrero como testimonio, la marcha como destino

Porque el sombrero no cayó. Lo arrojaron. Y nosotros lo recogemos como bandera, como testimonio, como exigencia.

Y por eso marchamos el 15 de noviembre. Porque esta movilización no es sólo un acto de duelo: es un acto de afirmación democrática. Es la voz de una nación que exige verdad, justicia y dignidad. Es el reclamo de una ciudadanía que no acepta la mentira como destino ni la impunidad como norma.

Marchar el 15 de noviembre es defender la vida política del país. Es sostener la estabilidad que sólo puede nacer de la verdad. Es recordar que la paz no se decreta: se construye con justicia, con memoria, con valentía.

Ese día, cada paso será una pregunta:
¿Quién ejecutó al sicario? ¿A quién respondía? ¿Quién teme que hablemos?
Y cada paso será también una respuesta:
Aquí estamos. No nos vamos. No nos callamos.






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