Kilómetro 61 de la Rumorosa: donde la sospecha nunca frenó
Relato de una curva que se volvió herida
El 7 de noviembre de 2020, la carretera de La Rumorosa dejó de ser paisaje y se volvió herida. Íbamos rumbo a Mexicali, en una Suburban rentada por mi amigo Alex, quien había invitado a mi hijo Pavel a conocer una planta de energía solar. Nos acompañaban mi esposa, el chofer, y yo.
Lo que parecía un trayecto técnico, casi familiar, movido por el entusiasmo de Pavel por la generación de energía mediante paneles solares, se convirtió en una escena de impacto, silencio y preguntas que aún no tienen respuesta.
El golpe fue físico, sí, pero también simbólico: fracturó costillas, hombros, certezas. Y en medio del asfalto húmedo, del frío que cala, de la ausencia de señal, se abrió una grieta más profunda que la del pavimento: la duda.
¿Fue un accidente? ¿O fue algo más? Este relato no busca revancha. Busca memoria. Porque hay curvas que no sólo doblan el camino: también quiebran la confianza. Y hay días que no se olvidan porque se quedan tatuados en el cuerpo, en la conciencia, en la historia familiar.
Era mediodía. Nos detuvimos antes de cruzar la caseta de entrada a La Rumorosa, en el tramo de Tijuana a Mexicali. Hicimos una escala técnica para entrar a los servicios sanitarios. El cielo estaba nublado, la carretera húmeda. Pasamos la caseta de cobro. Un tráiler de doble remolque de CEMEX nos rebasó por la izquierda. Lo vimos avanzar, pero de pronto, hizo una maniobra absurda: una vuelta en U en plena autopista.
El vehículo amarillo que iba delante de nosotros frenó con dificultad. Nosotros también logramos detenernos. De inmediato me quité el cinturón de seguridad, intenté sacar el paliacate rojo que desde estudiante me acompaña siempre, como si el símbolo pudiera conjurar el golpe que se avecinaba. Fueron milésimas de segundo. No había terminado de desabrochar el cinto cuando nos embistió por detrás una pipa de PEMEX que no alcanzó a frenar. El impacto fue brutal.
Recuerdo apenas el golpe en la frente, contra la puerta lateral derecha. Perdí el sentido durante varias horas. Mi hijo y Alex me sacaron inconsciente de la camioneta, temiendo que la pipa pudiera incendiarse. Revisando las fotografías, los reportes periodísticos y los testimonios, supe cómo me protegieron del frío del aire en esas horas difíciles. Mi esposa y mi hijo sufrieron heridas, moretones, sustos que no se borran con analgésicos. A mí se me fracturaron dos costillas, se me lesionó el hombro derecho, y la respiración se volvió dolorosa. Me trasladaron a un hospital de Tecate. El tráfico estuvo detenido por horas. La carretera se volvió escena, testigo, silencio.
El accidente ocurrió en el kilómetro 61 del tramo descendente de la autopista La Rumorosa, en dirección a Mexicali. Es una zona de curvas cerradas, clima impredecible y señal de comunicación limitada. En ese punto, cualquier maniobra imprudente se convierte en amenaza.
Fragmentos del contexto de Baja California
La preocupación de mi familia fue inmediata. Pero en La Rumorosa, la señal es casi inexistente. Mi madre, mis otros hijos, mis hermanas llamaban sin poder saber qué había pasado. La angustia creció. Y en medio de esa incertidumbre, mi madre recordó algo que nunca ha dejado de doler: en 1944, mi abuelo Ubaldo Veloz, entonces Diputado Federal, murió en un accidente carretero rumbo a la Ciudad de México. La historia parecía repetirse. Y el miedo se volvió memoria.
El contexto político tampoco era neutro. En ese momento, el gobernador de Baja California era Jaime Bonilla, cuyas agresiones verbales y vengativas hacia mí eran públicas y constantes. No puedo afirmar que haya tenido relación directa con el accidente. Pero sí puedo decir que el clima de hostilidad era real, y que este hecho se produjo en medio de esa atmósfera. Y cuando el entorno es tenso, incluso los accidentes se leen con sospecha.
En el hospital de Tecate al que me llevaron, llegó una persona enviada por el Gobierno del Estado preguntando por mi estado de salud. Mi esposa, desconfiada, no le dio información. En paralelo, mi amigo y hermano Oracio, al enterarse de lo ocurrido, fue por mí a Tecate y me internó en su clínica en Tijuana durante varios días. Cuando estuve un poco mejor, me fui a casa, donde mis hijas y mi esposa —aún adolorida por los golpes— me siguieron atendiendo con ternura y fortaleza.
Luego supe que al día siguiente de mi salida del hospital de Tecate, el Gobierno de Bonilla lo mandó clausurar. ¿Por qué razones? No lo sé. Meses después, clausuraron también la clínica de Oracio. Y en el clímax de su autoritarismo, Bonilla lo amenazó personalmente. Incluso utilizando personal armado, primero le clausuraron la clínica, luego fueron por Oracio a su casa, para obligarlo a aparecer en su programa de televisión, estilo mañanera, donde pretendía que mi amigo mintiera públicamente sobre mí. A pesar de estar recién operado, Oracio fue forzado a sentarse frente a las cámaras. Y aunque negó las acusaciones, Bonilla difundió un boletín de prensa con contenido opuesto a lo que realmente se dijo.
¿Accidente o algo más?
La maniobra del tráiler de CEMEX —una vuelta en U en plena autopista— es altamente irregular. ¿Fue imprudencia, falla mecánica, negligencia? ¿Por qué la pipa de PEMEX no frenó? ¿Qué dicen los peritajes, los reportes, las declaraciones de los choferes?
He buscado respuestas. He revisado notas de prensa, imágenes, testimonios. Pero aún hay piezas que faltan. Y en esa búsqueda, entendí que este episodio no es sólo personal: es parte de una memoria territorial que debe ser contada. Porque las carreteras también hablan. Y a veces, lo que dicen no está en los comunicados, sino en las cicatrices.
Dos años después, un dato que me estremeció
En enero de 2022, asesinaron a mi amiga del alma, la periodista Lourdes Maldonado, justo un día antes de que se cumpliera la sentencia judicial contra una televisora propiedad de Bonilla. ¿Casualidad o coincidencia? Lourdes fue ejecutada al llegar a su casa en la colonia Santa Fe de Tijuana, un domingo por la tarde.
Meses después, mi amigo Carlos Montejo me compartió una información que lo dejó inquieto. Un fiscalista respetado, cercano al Ejército, le había dicho que la SEDENA tenía datos sobre el asesinato de Lourdes. Nos reunimos con el licenciado Adolfo, quien me confirmó lo que sabía. Con esa información escribí el artículo “En el asesinato de Lourdes Maldonado conducen a PSN”.
Durante ese desayuno, Carlos me preguntó cómo estaba de salud. Le dije que bien, salvo por una molestia persistente en el hombro derecho, secuela del accidente en La Rumorosa. Me miró con extrañeza y me soltó una frase que me heló:
¿Accidente? ¿No sabes que fue un atentado?
Me quedé impávido. Me dijo que Adolfo le había comentado que en las actas del chofer de CEMEX, éste declaró que tenía instrucciones de chocar contra la camioneta amarilla que iba delante de nosotros. ¿Cómo podía saberlo si no estuvo allí?
Solicitamos una reunión con Adolfo. En su despacho, me confirmó lo dicho. El chofer había declarado que debía impactar a la camioneta amarilla. Y nosotros íbamos justo detrás.
Salí de ahí con rabia, con coraje, con una mezcla de indignación y prudencia. ¿Denunciar? ¿Exponer a mi familia? ¿Ir a la mañanera como Lourdes, y terminar como ella?
En silencio recorrí el territorio mexicano. Hablé con mis amigos del alma, con compañeros de lucha. Les dije de dónde podría venir una agresión. Les pedí estar atentos.
Ahora que ya no está López Obrador —el amigo, socio, cómplice y tapadera de Bonilla— he solicitado acceso a las actas, documentos y declaraciones que rodean ese episodio. Porque lo que ocurrió aquel día de noviembre de 2020 en La Rumorosa no fue sólo un accidente. Fue una advertencia. Fue una grieta. Fue una página que aún no se ha cerrado.
Escribí esta crónica no para revivir el dolor, sino para nombrarlo. Porque hay heridas que no se cierran con el paso del tiempo, sino con la verdad. Y hay curvas en el camino que no sólo doblan el trayecto: también quiebran la confianza.
Lo que ocurrió en La Rumorosa aquel 7 de noviembre de 2020 no fue sólo un accidente. Fue una escena que dejó cicatrices en el cuerpo, en la memoria y en el territorio. Fue un episodio que se inscribió en un contexto político hostil, en una atmósfera de persecución, en una historia familiar marcada por la pérdida y la sospecha.
Esta crónica es también un acto de gratitud. A mi familia, que me sostuvo cuando el cuerpo se quebró. A mis amigos, que me cuidaron cuando el silencio se volvió amenaza. A quienes estuvieron cerca, aunque no pudieran estar físicamente. Y a quienes siguen creyendo que la memoria es una forma de resistencia.
No escribo esto para acusar. Escribo para recordar. Porque recordar es también cuidar. Y porque mientras haya memoria, habrá dignidad.
Agradecimiento de Corazón
A todas las personas que estuvieron pendientes de lo que ocurrió ese día, gracias. A quienes llamaron, preguntaron, se preocuparon. A quienes enviaron mensajes, oraciones, abrazos. A quienes estuvieron cerca, aunque no pudieran estar físicamente.
Gracias a mi familia, que me sostuvo en los días más difíciles. A mi esposa, por su fuerza silenciosa y su ternura constante. A mis hijas, por sus cuidados, sus palabras y su paciencia. A mi hijo Pavel, por su valentía, por su presencia, por su amor. Gracias a Alex, por su firmeza y su solidaridad. Y gracias a Oracio, por su generosidad, su ética y su coraje frente a la persecución.
Esta crónica no busca revancha. Busca memoria. Porque como dijera Felipe Ruanova: Doy fe y sigo vivo. Y mientras haya memoria, habrá dignidad.