Opinión
Lunes 27 de Octubre del 2025 09:05 hrs

¡AL HUESO!

Tiempos de odio


El odio, como herramienta de confrontación política iguala a los populistas autoritarios de cualquier signo, que usan la democracia para llegar al poder y se cobijan en sus defectos para destruirla. No hay en ellos intento alguno de formular políticas conciliadoras y dejan en sus países una dura tarea de reconstrucción.

“El odio termina estupidizando, porque nos hace perder objetividad”. José Mujica.

Por resguardo y respeto a lo que representa su investidura, mínimas normas de gobernanza implican para los mandatarios conducirse en un nivel de decencia y altura en sus expresiones, patrón en este tiempo no practicado por los populistas que nos inundan.

El más ramplón caso reciente ocurrió con las reacciones del Presidente y el Vicepresidente de Estados Unidos, Donald Trump y James Vance, ante las 27 mil manifestaciones, con millones de ciudadanos en las calles, en rechazo a las formas y a las insanas políticas de la actual administración republicana.

En especial, resaltó la de Trump, quien en su red social publicó un video generado con inteligencia artificial, en el cual aparece con una corona, pilotando un avión de combate rotulado “King Trump”, desde el cual lanza excrementos sobre los manifestantes.

De ese nivel fue el golpe ciudadano a su inconmensurable ego o, si quiso hacer un chiste, le resultó definitivamente vulgar y fuera de todo límite de respeto social.

En nuestro entorno latino, los casos de pérdida de nivel de investidura más actuales han sido protagonizados por el fallecido Hugo Chávez, el colombiano Gustavo Petro, el argentino Javier Milei y nuestro López Obrador, éste con burlas desde la tribuna armadas por su escudero Ramírez Cuevas -recuerden sus canciones-, sin llegar a la bajeza de Trump. 

Tal conducta -en conjunto con la tirria a la institucionalidad- se enmarca en el actuar típico de los populistas autoritarios. A partir de un rechazo a sus decisiones, que inicia en los ciudadanos más razonables, analíticos y movilizados, para crecer paulatinamente entre la población, optan por incentivar una confrontación de “buenos y malos”, que escala hasta una polarización nacional extrema. “Lo que no digo yo es falso, inventado por enemigos”.

El costo, obviamente, es la pérdida de unidad y cohesión en el país, factores básicos de gobernabilidad democrática y cuyo deterioro o ausencia resta al Estado del concurso creativo de sectores capacitados y dinámicos de la sociedad.

En su nivel extremo, esa confrontación es paso previo a las políticas de represión de cualquier opinión o actividad política que cuestione al autoritario y sus decisiones.

El ejemplo más claro en nuestro entorno se encuentra en Venezuela y la secuencia de hechos desde la llegada al poder de Hugo Chávez, que con innegable carisma aglutinó en su entorno un relevante apoyo popular, el cual se redujo durante su gobierno y ha disminuido radicalmente en manos de Nicolás Maduro, el sucesor.

Sin haber llegado a ese nivel -hasta el momento, pero avanzando por el mismo camino- el devenir de Venezuela puede compararse con el México actual y la polarización extrema impulsada sin descanso por López Obrador y ejercida igualmente por la actual Presidenta, que renunció a su discurso de reconciliación y reunificación.

No hay referencia, ni del mentor ni de la alumna, sobre una propuesta al menos básica para un acuerdo con la oposición -partidaria o ciudadana- frente a un tema decisivo para la vida nacional. Hay que decirlo, tampoco un proyecto sensato de la oposición partidizada para obligar a la apertura de puertas al diálogo. El único camino es la confrontación.

Desde aquel trágico momento en que López Obrador decidió sepultar el nuevo aeropuerto y el futuro que para el país conllevaba, estableció de plano la traición a su deber básico, un gobernante para todos, por mandato del espíritu constitucional.

Fue el inicio del discurso faccioso, confrontacional, de que en al menos medio siglo en el país toda acción de los pasados gobiernos fue mala, toda la hoy oposición corrupta, y por lo tanto, no corregible ni perfeccionable, sino de plano destruible. 

Ha sido el camino para la desinstitucionalización, cuyo fin real y encubierto ante la ciudadanía, es dar sustento al autoritarismo y a la permanencia en el poder, vía el dominio de la totalidad de las instancias de decisión o control, sin ningún tipo de órganos independientes que sean contrapesos.

Principalmente, la situación desnuda la ausencia de liderazgos -oficiales o de oposición- capaces de formular propuestas de solución en un nivel que concite intercambio de ideas, con una altura que supere el odio político y permita confluir hacia acuerdos en algunos aspectos fundamentales de construcción de futuro.

En ese contexto de polarización y confrontación diaria, los ciudadanos son impelidos por las circunstancias a tomar posiciones en uno u otro extremo, con quienes advierten el enorme daño que se está causando al país como predicadores en el desierto.

Es el México empobrecido de hoy, navegando en una política de albañales, con hábiles en destruir e impotentes para construir, que han revertido logros fundamentales de la lucha democrática en que muchos participaron y hoy cínicamente reman en contrario.

En su hora, será una reconstrucción que demandará largo trabajo y nuevos liderazgos, con principios más allá de la ambición de poder… y de dinero.






OPINION

Fuenteovejuna

Frase de CSP para la memoria histórica: “Nunca podrán vincular a AMLO con corrupción”. O sea, es como decirle que es tan mentecato que nunca se dio cuenta…

www.infonor.com.mx