Opinión
Lunes 04 de Agosto del 2025 20:45 hrs

Antes de Google y Wikipedia, existía en Saltillo “El Chundo Esparza”


Había algo casi irónico en su forma de vivir: un hombre que podía hablarte de las cruzadas medievales y, al mismo tiempo, discutir el precio del tomate en el mercado. Sabía de Marx y de Evita, de Tatcher y Lenin, pero también del panadero que cruzaba la calle silbando boleros y del albur del taxista que no sabía que hablaba poesía. En su mente, la ciencia y el barrio no estaban peleados: al contrario, se tomaban de la mano para entender la vida.

Mucho antes de que los algoritmos aprendieran a responder, ya caminaba por las calles empedradas de Saltillo un hombre con respuestas vivas en la lengua y preguntas eternas en la mirada: Juan José Esparza Hernández, nuestro querido “Chundo”, el sabio sin biblioteca, pero con un universo en la cabeza.

Fue en el movimiento de Arquitectura de 1981, cuando Chundo cruzó las puertas de la Escuela como quien viene de otro siglo pero comprende todos. Con ese andar entre académico y bohemio, pidió hablar conmigo. Lo recuerdo con claridad: la ciudad lo murmuraba como quien cita a un personaje mitológico, culto, cronista de los diarios y tertuliano de las cantinas. Se presentó con humildad, como quien no presume saber, aunque lo sepa todo.

Sacó de entre sus papeles un currículo hecho de lecturas imposibles, estudios en la Universidad de San Carlos, y trabajos que olían a tinta vieja y arte puro. Nos dijo, con voz serena y mirada pícara, que si las circunstancias lo requerían, él estaba listo para dar clases. Justo entonces la Escuela navegaba una tormenta. Algunos maestros, temerosos de una educación que pusiera en el centro la Realidad Social del Conocimiento, se fueron a huelga ilegal, exigiendo como moneda de retorno... mi expulsión.

En medio del caos, propuse al Consejo Técnico la integración del “Master Chundo”. Fue aprobado sin titubeos. Tomó entonces las riendas de las clases “Arquitectura y Sociedad”, “Arquitectura y Ciudad” y se convirtió en asesor de tesis. Su examen de oposición lo presentó con gallardía frente a jurados de la UNAM, saliendo más que aprobado —¡salió aplaudido!

Café, cenizas y causas: el Chundo en movimiento

El Chundo no daba clases: ofrecía travesías. Lo suyo no era solo enseñar arquitectura, sino abrir ventanas hacia la ciudad invisible que habita bajo los planos, entre los suspiros del barrio, el polvo del terraplén y el murmullo de las colonias populares de Saltillo.

Con su talento, se unió al Área Teórica como quien regresa al hogar. Y desde ahí —libro en mano, cigarro en boca, verbo afilado y tierno— comenzó a construir puentes entre la academia y la calle. En Campo Redondo, donde se asentaban las escuelas, bajaba a pie cada día rumbo a la colonia Lindavista, donde lo esperaba su modesta morada. Ahí, entre libros amontonados, tazas de café y un perrito que le hacía guardia filosófica, tejía ideas que hacían pensar hasta al más distraído.

Había algo casi irónico en su forma de vivir: un hombre que podía hablarte de las cruzadas medievales y, al mismo tiempo, discutir el precio del tomate en el mercado. Sabía de Marx y de Evita, de Tatcher y Lenin, pero también del panadero que cruzaba la calle silbando boleros y del albur del taxista que no sabía que hablaba poesía. En su mente, la ciencia y el barrio no estaban peleados: al contrario, se tomaban de la mano para entender la vida.

En el movimiento cultural y social de la escuela, fue más que maestro: fue brújula. Caminó junto a los que reclamaban justicia, marchó con Rosario Ibarra en apoyo al pueblo de Juchitán, y cuando el fraude electoral de 1984 desató indignación, se convirtió en guardián de los centavos, tesorero de la marcha de Saltillo a la Ciudad de México. Cada noche, entre gritos, cigarros y café, contaba dinero con una paciencia casi franciscana y una ironía que le servía de armadura: “Querido Comanche —me dijo un día en Querétaro— quiero aventarme este tramo sin contar centavos ni comprar frijoles, que ya se me está secando el alma con tanta cuenta”. Nos reímos. Y así, como quien se suelta el chaleco, caminó el último tramo con el aire libre y la responsabilidad cumplida.

Su disciplina no era cuadrada ni militar; era ética. Hacía lo que tocaba hacer, sin alardes. Y cuando volvió a Saltillo, no pidió aplausos. Volvió a subir y bajar la ciudad, a vivir el arte y a hablar con los vecinos, los locos, los sabios y los chismosos con igual cariño.

De Tijuana al HEB: estaciones de dignidad

Cuando yo partí hacia Tijuana, él, como sombra leal y compañero de causas, cruzó también el mapa. Vivió allá un tiempo, y aunque el clima le alteraba la tos y la nostalgia le salía por las orejas, nunca perdió la costumbre de abrir conversaciones con preguntas inesperadas, tipo: “¿Por qué la Revolución Rusa parece más lógica que los reglamentos del Seguro Social mexicano?” Luego se reía con esa carcajada que le salía como sonaja oxidada —con cariño y cinismo a partes iguales.

Juan José Esparza “Chundo" con Jaime Martínez Veloz.

Regresó a Saltillo cuando la vida lo llamó de nuevo a sus calles. Se reinventó como siempre, sin drama, sin tragedia. Trabajó en una agencia de noticias de un amigo que también, como suele pasar con los buenos, murió antes de lo que tocaba. Y entonces, sin quejas, sin quejas y sin lamentos, el Chundo fue a dar al HEB como “cerrillo” —el empaquetador más culto que ese supermercado haya visto jamás. Entre bolsas de mandado y charlas de pasillo, citaba a Borges mientras doblaba tortillas, y corregía errores históricos entre la carne molida y el detergente.

Era ahí, entre la cotidianidad y lo extraordinario, donde más brillaba. Con sus nuevos amigos del HEB hablaba de urbanismo y de aves migratorias como si estuvieran en un simposio internacional. Nunca hubo en él la menor pizca de arrogancia, sino una dignidad de esas que no necesitan título ni salario para ser admirada.

En el 2015 se dio un reencuentro glorioso, casi de novela: una junta de amigos que aún conservaban intacto el espíritu de lucha, de risa y de locura lúcida. Se apareció el Chundo con su habitual atuendo de sabio informal, y nos regaló otro de sus recitales de sabiduría enciclopédica, con voz pausada y ojos chispeantes. Nos contó con orgullo —pero sin vanidad— cómo era su nueva chamba: "Empaco verdades y desarmo prejuicios, todo en bolsas biodegradables", dijo con una sonrisa burlona.

El adiós sin misa… ni drama

Fue en 2018, cuando el cuerpo del Chundo, tan acostumbrado a cargar ideas como costales de pólvora, ya no pudo con el peso de un cáncer encapsulado que le habitaba el estómago en silencio. Lo descubrieron un sábado, como quien encuentra una carta olvidada en el buzón. Y en una semana se nos fue. Así, rápido, como cruzando una calle sin mirar atrás.

Pero hasta en su despedida, el Chundo no fue común. Dijo a su familia, sin rodeos ni sentimentalismos: “No me velen, no me hagan misa... y un día después de que me entierren le avisan a mi amigo más cercano, el buen Paco Panda.” Sospecho que eligió a Paco no solo por cariño, sino por estrategia: sabía que en cuanto le contaran a él, la noticia correría más rápido que los rumores en una plaza de pueblo.

No quiso flores, pero dejó sembrados muchos pensamientos. No quiso lágrimas, pero nos dejó un nudo en la garganta con forma de carcajada contenida. Vino solo —sí— pero solo nunca estuvo: caminó acompañado de amistades profundas, cafés compartidos y tertulias que tocaban los bordes del universo.

Porque si algo dejó Chundo fue esa mezcla exquisita de erudición y barrio, de sarcasmo elegante y ternura desenvuelta. No hubo espacio donde su presencia no iluminara, ni conversación que no se volviera memorable con sus aportaciones. Era, literalmente, una enciclopedia hablante —pero no de papel, sino de carne, humo y espíritu.

Y así se fue, como vivió: libre, sin protocolo, sin vestiduras solemnes, sin pedir permiso. Dejó atrás una estela de dignidad, sabiduría, compañerismo y esa certeza de que antes de que existieran Google y Wikipedia... ya existía el Chundo Esparza.

Hasta siempre, querido maestro de lo sencillo y lo complejo.






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