Opinión
Jueves 18 de Septiembre del 2025 09:29 hrs

II. Pancho Villa: donde el agua se volvió justicia


…La noche en que nos avisaron que abrirían las llaves de la ciudad, la colonia entera contuvo el aliento. No era solo agua lo que esperábamos: era la confirmación de que el esfuerzo, la terquedad, la lucha, habían valido la pena. Las familias se asomaban desde sus cuartos de lámina y block, con los niños descalzos y los ojos brillantes.

Hay momentos en la historia de un pueblo que no se escriben con tinta, sino con agua.
Con agua que brota no de la tierra, sino de la terquedad organizada.
Con agua que no cae del cielo, sino que asciende desde abajo, empujada por manos callosas, por sueños sin descanso, por la certeza de que la dignidad también se canaliza.

Llegar a los terrenos, allá atrás, en las faldas del Cerro del Pueblo, fue como abrir camino en tierra de promesa y polvo. Nada estaba dado. Nada era fácil. No había luz, ni agua, ni drenaje. Solo el plano de la colonia en la mano y la voluntad férrea de quienes soñaban con un techo digno. Con cal y estacas, trazamos lote por lote, hombro con hombro con los colonos y estudiantes de Arquitectura. Cada familia, urgida por la necesidad, levantaba con lo que podía uno o dos cuartos, apenas un refugio contra el viento y la incertidumbre.

La luz se robaba a la esperanza: diablitos colgados de los postes más cercanos, como venas improvisadas que apenas alumbraban la noche. El agua, ausente, obligaba a cavar fosas sépticas, a inventar soluciones donde el Estado no llegaba. Era la autoconstrucción en su forma más pura: dignidad hecha ladrillo, resistencia hecha casa.

En esos primeros meses, mientras se entregaban los terrenos, yo libraba otra batalla: la elección de la Dirección en la Escuela de Arquitectura. Algunos maestros, incómodos con nuestra forma de ser, querían expulsarme para impedir mi candidatura. Fueron meses de lucha intensa, de confrontar estructuras que no entendían que la arquitectura también podía ser ética y popular. En medio de esa tormenta, le pedí a Oscar Martínez Amezcua —arquitecto incansable, compañero de todas las causas justas— que se sumara a la gestión por los servicios básicos de la colonia.

Y Oscar, como siempre, dijo que sí. Se metió de lleno en la lucha por el agua potable. Lo acompañé a las reuniones con el presidente municipal, Mario Eulalio Gutiérrez Talamás. Acordamos que el Ayuntamiento gestionaría ante la Junta Administradora de Agua Potable y Alcantarillado de Saltillo (JAAPAS) la entrega de la tubería, y que los colonos la instalarían con su propia mano de obra.

Así fue. Cuando llegó el primer tubo, en 1982, todos nos pusimos a trabajar. Desde abajo, desde lo más hondo del cerro, hasta lo más alto. La red de agua se tejía como una promesa que ascendía por la tierra.

No había maquinaria sofisticada, pero sí voluntad organizada.
Con pico, pala y esperanza, abrimos zanjas en el suelo duro del cerro, ese suelo calcáreo y terco que parecía resistirse, pero que al final cedía ante la terquedad de los que no se rinden. Excavamos metro a metro, cuidando la profundidad, midiendo con mangueras de nivel, trazando con estacas y cal como si dibujáramos el mapa de una utopía. Los tubos de agua potable debían ir a más de un metro de profundidad, protegidos por camas de arena que nosotros mismos acarreábamos en costales, en carretillas, en los brazos.

El drenaje, aunque planeado, no se colocó en esa ocasión. Quedó como tarea pendiente, como promesa por cumplir, como cicatriz abierta en la infraestructura de la dignidad. Pero eso no detuvo a nadie. No teníamos retroexcavadoras, pero teníamos cuadrillas de vecinos que se turnaban por manzana, por calle, por tramo. Cada zanja era una trinchera de dignidad. Cada tubo colocado era una línea de vida.Cada conexión, un compromiso cumplido.

Los niños, con los pies llenos de polvo y los ojos llenos de futuro, preguntaban con ingenuidad y ternura:
“¿Y aquí me vas a construir mi casa?”
Y uno no podía más que seguir cavando, seguir soñando, seguir creyendo.
Porque esa pregunta no era solo una ilusión infantil.
Era una orden ética.
Era una brújula moral.

La comunidad entera se convirtió en cuadrilla. Las mujeres cocinaban para los que excavaban. Los hombres se turnaban entre el trabajo y la vigilancia. Los estudiantes de arquitectura, con sus reglas y sus croquis, aprendían que el urbanismo no se enseña en pizarras, sino en el barro. Y el cerro, testigo silencioso, nos miraba como quien ve nacer algo que no se puede detener.

Pero quedaba una duda: ¿subiría la presión hasta las partes altas? ¿Llegaría el agua a donde más se necesitaba?

La noche en que nos avisaron que abrirían las llaves de la ciudad, la colonia entera contuvo el aliento. No era solo agua lo que esperábamos: era la confirmación de que el esfuerzo, la terquedad, la lucha, habían valido la pena. Las familias se asomaban desde sus cuartos de lámina y block, con los niños descalzos y los ojos brillantes. Algunos llevaban días sin dormir, cuidando que la tubería no se moviera, que las conexiones no fallaran. Las mujeres, con sus delantales aún manchados de frijol y esperanza, se reunían en las esquinas, rezando bajito, como quien le habla a la tierra.

Y entonces, como un trueno de júbilo que rompió el silencio, salió Julián Espinoza Tapia —mi amigo, mi hermano, al que le faltaba un brazo pero le sobraba corazón, coraje y voz— corriendo cuesta abajo, con la camisa empapada de sudor y polvo, gritando a todo pulmón:

“¡Ya llegó el agua, cabrones! ¡No que no, hijos de la chingada!”

Su grito no fue solo anuncio.
Fue estallido.
Fue canto.
Fue justicia.

La colonia entera se estremeció. Los niños corrieron detrás de Julián, brincando entre charcos que apenas nacían. Las mujeres se abrazaban, lloraban, reían. Don Lupe, el albañil que había trabajado sin cobrar un solo peso, se hincó frente a la llave y dejó que el agua le mojara la cara como si fuera bautizo. Doña Chayo, que había enterrado a su esposo sin poder ofrecerle una tumba digna, dijo que ahora sí podía lavar su ropa sin pedir prestado. Y Oscar, con los ojos llenos de luz, se quedó parado en medio de la calle, mirando cómo el agua corría como si la tierra misma nos diera las gracias.

Yo también lloré. No por debilidad, sino por memoria. Por todo lo que habíamos cargado. Por cada reunión, cada plano, cada noche sin dormir. Le di a Oscar un abrazo largo, de esos que no necesitan palabras. Nos miramos y supimos que algo había cambiado para siempre.

Alguien puso unas sodas tibias, otro sacó café en una olla vieja, aparecieron panes, frijoles, tortillas. No era banquete, pero era fiesta. Fiesta sagrada. Fiesta de pueblo que se sabe vivo. Esa noche de 1982, cuando llegó el agua a la colonia Pancho Villa, no solo se llenaron las tuberías. Se llenó el corazón de una comunidad que aprendía a domar el destino con sus propias manos.

Y mientras el agua corría, como si celebrara con nosotros, entendimos que no era el final. Era apenas el principio.


 






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Fuenteovejuna

Dijo el vaquero cazurro, los bueyes no se espantan con petates pero si los burros… Los amparos fueron broma ingeniosa y puso nerviosos a los hermanitos del bienestar…

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